"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

Compra el disco de Paqui Sánchez

Disfruta de la música de Paqui Sánchez donde quieras y cuando quieras comprando su disco.

Puedes comprar el disco Óyelo bien de Paqui Sánchez Galbarro de forma segura y al mejor precio.

La vida y los dados

LA VIDA Y LOS DADOS. Jorge Muñoz Gallardo. 1. Hubo una vez un hombre que vivía con sus tres hijos y un criado viejo. Como el hombre estaba muy enfermo y se daba cuenta de que la muerte pronto tocaría en su puerta, llamó a los tres muchachos junto a su lecho, para comunicarles su última voluntad. Allí, en un ambiente de rústica solemnidad, les anunció que le dejaba la casa a Pedro Aurelio, el mayor, la mitad de la tierra a Pedro Anselmo, el del medio, y la otra mitad del terreno a Pedro Antonio, el menor. También le pidió al viejo criado que no abandonara a su hijo menor. A la mañana siguiente lo hallaron muerto y fue el menor, con el criado, al que llamaban Tío Alborada, quien buscó al sacerdote y le dio sepultura, en una fosa cavada al pie de un aromo, en el sencillo cementerio de aquel lugar. También ellos rezaron por ese hombre que siempre había renegado de Dios y clavaron una cruz de madera, para que acompañara sus restos. Los dos mayores, estaban en la casa, hablando de negocios. Más tarde apuraron a Pedro Antonio diciéndole que ellos le comprarían su parte, pagándole en el plazo de tres meses, y que debía abandonar el rancho, porque ellos iban a trabajar la tierra y a ocupar la mayor parte de la casa como bodega y como despacho para atender sus nuevos asuntos. El muchacho aceptó el trato para no causar un conflicto entre hermanos. 2. Al día siguiente, antes de que comenzara a brillar el sol, Pedro Antonio y el viejo, salieron del rancho. Caminaban en silencio, en el alma del muchacho se agitaba el desconsuelo, pero como era muy tímido, nada le confidenció a su compañero. El primer alto lo hicieron a la sombra de un castaño, puesto que ya hacía calor. Bebieron agua de la misma botella, compartieron un trozo de pan, algo hablaron de lo que acababa de ocurrir. Enseguida, continuaron la marcha sin detenerse hasta que el sol estuvo bien encumbrado, entonces buscaron un lugar en la orilla del sendero, otro árbol los acogió con su sombra. Descansando estaban, cuando una polvareda apareció por el camino, la mancha de polvo fue tomando forma a medida que se acercaba, hasta que pudieron ver un carruaje tirado por dos caballos blancos, el cochero hacía estallar el látigo sobre el lomo de los animales y en la ventanilla asomaba el rostro de una joven. Todo ocurrió en unos cuantos segundos, el carruaje, la muchacha, los caballos, pasaron delante de Pedro Antonio igual que las mudas figuras de un sueño; la dulce mirada de la joven abrió una nueva herida en su corazón y una sombra le empañó el rostro cuando el vehículo se perdió en la distancia. Otro coche, con las ventanillas cerradas y tirado por caballos negros, pasó veloz, pero el muchacho casi no lo vio. -La vida se mueve como los dados, a veces sale el dos, otras el seis –dijo el anciano. El muchacho, que aún estaba en el ensueño, lo miró sorprendido. Tío Alborada, que tenía ojos pequeños, una cicatriz en el pómulo izquierdo, la barba gris y llevaba siempre un sombrero de paja, le sonrió con afecto y lo invitó a seguir caminando. Así anduvieron durante cuatro días, buscando pan, techo y abrigo, en aldeas y poblados, hasta que vieron a un grupo de hombres sudorosos y pobremente vestidos, que inclinados sobre sus herramientas, trabajaban la tierra. Aproximándose a ellos, el viejo criado, preguntó: -¿De quién son estas tierras? -¡De don Federico Narváez! -respondieron a coro. Luego pasaron junto a unos prados, donde pastaban decenas de caballos, y viendo el anciano a un hombre que permanecía apoyado en la cerca, repitió la misma pregunta. -Pertenecen a don Federico Narváez -respondió el hombre. Al llegar al pueblo de N, donde pensaban buscar una posada para alojar y comer algo, se encontraron con un grupo de aldeanos que hablaban con gran agitación. Tío Alborada llamó a uno de ellos y le preguntó: -¿A donde van con tanta prisa y por qué tanto barullo? -Vamos a la gobernación, van a ejecutar a un asesino, -respondió el otro y apuró el paso. 3. No todos los días se puede presenciar la ejecución de un hombre, pensó el viejo mirando al muchacho, luego recordó esa noche en el bar de Luciano. El humo de los cigarros, el olor del vino, las palabrotas de los jugadores y la voz airada de su adversario que se negaba a reconocer la derrota y pagar la suma de dinero apostado. El insulto disparado al rostro, enseguida los cuchillos. Él conocía bien el oficio, no era la primera vez que se enfrentaba a un majadero insolente. El patrón del bar había intentado intervenir, los demás también, pero ya era tarde, se habían trenzado en la lucha que duró unos pocos minutos, él recibió un corte, el otro quedó tendido en el suelo. Enseguida la noche con sus sombras protectoras y después el constante huir de la justicia. Mas, el tiempo, con su manto de niebla y silencio, le había quitado a esos recuerdos toda intensidad. 4. Movidos por la curiosidad, Pedro Antonio y el viejo, siguieron al grupo. Llegaron a una plaza, donde se amontonaba la gente, algunos gritaban, otros hablaban despacito, otros se cambiaban de lugar, tampoco faltaban los perros vagos y los ebrios. Después de varios intentos, y con la ayuda de algunos paisanos de buena voluntad, consiguieron pasar entre la turba vociferante y ver el vetusto edificio de la gobernación: un caserón de dos pisos y muros grises, en cuya puerta principal estaban de pie dos guardias robustos y cara de pocos amigos. Pedro Antonio observaba con la mayor atención, todo le parecía irreal. De pronto, su mirada se detuvo en un cartel colgado de un poste y su piel se puso blanca como la sal y casi escapa un grito de su garganta. En el cartel estaba pintado el rostro de su hermano mayor, y las letras anunciaban que era el condenado a muerte. Tío Alborada lo asió del brazo, le habló al oído, enseguida abandonaron el lugar. 5. En una modesta posada se detuvieron para comer y beber algo. La noticia corría de boca en boca y en variadas versiones, pero era en la posada donde se difundían los hechos con mayor detalle. Allí se enteraron, por boca del posadero, de lo que había ocurrido: los hermanos habían discutido por la parte que llevaría cada uno en la explotación del rancho, Pedro Aurelio reclamaba más derechos por ser el mayor, Pedro Anselmo se oponía diciendo que en asuntos de negocios las ganancias eran iguales para los dos. La discusión fue subiendo de tono, hasta que llegaron a las manos, el mayor cogió una pala y con ella golpeó a su hermano en la cabeza, hasta dejarlo muerto. Pedro Antonio había escuchado el relato del posadero, con el rostro empapado en lágrimas. El posadero les habló también del alguacil mayor y les dio todas las señas para llegar a su casa, de él podrían obtener la verdad de lo ocurrido. De la posada se dirigieron a la casa del alguacil mayor, donde el anciano le explicó como habían salido del rancho, como había muerto el padre de los tres muchachos y le presentó al menor, que ahora era el dueño de la casa y la tierra. El alguacil les refirió lo sucedido, evitando los detalles legales, pero les habló de la confesión del homicida. Trató con benevolencia a Pedro Antonio, le ofreció su ayuda, y después de darle algunos consejos, los encaminó a la puerta. 6. Aunque su cuerpo estaba ahí, frente a la plaza, el pensamiento del muchacho se había trasladado a su casa, y volvió a ver el cuarto de su padre y a oír sus últimas palabras. También sintió la presencia de sus hermanos. Si hacía tan sólo unos cuantos días estaban juntos, y se vio niño corriendo detrás de ellos, y hasta le pareció reconocer la voz de su madre que había muerto cuando él tenía seis años; no recordaba su rostro, pero su voz no se le había borrado. Y era más extraño aún aceptar que un pedazo de tierra los había separado. También recordó cuando llegó Tío Alborada, nadie sabía de donde venía y cual era su verdadero nombre. Al principio ellos lo habían rechazado, pero el hombre tenía paciencia y poco a poco se los fue ganando, además, era un excelente trabajador y su padre lo necesitaba. 7. Al pasar delante de una casa grande y sombría, con un amplio jardín, vieron, detenido frente a la puerta principal, el carruaje de los caballos blancos que había pasado delante de ellos cuando estaban en la orilla del camino, y a la muchacha que descendía ayudada por un sirviente, tras ella iba un hombre de barba negra. También alcanzaron a oír la voz del hombre, que le hablaba al sirviente de una partida de dados. El viejo se ajustó la chupalla mientras esas palabras giraban en sus oídos como un llamado distante. Su mano derecha había palpado, con un movimiento imperceptible, el mango del cuchillo escondido entre sus ropas. La voz de Pedro Antonio lo volvió a la realidad: -¿Qué hacemos ahora? 8. Cuando estuvieron nuevamente en el rancho, el corazón de Pedro Antonio se llenó de congoja, pero, ayudado por el viejo, se dedicó a laborar de sol a sol. Hicieron un huerto, construyeron un gallinero, sembraron la tierra, repararon el establo y la carreta, llevaron los dos caballos al herrero, al cabo de seis meses la propiedad parecía haber renacido. También iban al pueblo más cercano a comprar y vender, oficio en el que Tío Alborada mostraba conocimientos y experiencia. Fue en uno de esos viajes, donde se cruzaron otra vez, con el carruaje de los caballos blancos, sin embargo, en esta ocasión, la joven no se veía por ningún lado. El vehículo estaba detenido en el camino, porque se le había roto un eje. El cochero les explicó el problema, enseguida, preguntó: -¿Hay por aquí un lugar donde se pueda comprar un eje de roble? Una voz resonó a su espalda y apareció el hombre de la barba negra, que se presentó como Federico Narváez, y extendiendo una sonrisa que más se parecía a una mueca, dijo: -Les voy a pagar muy bien si nos ayudan. Pedro Antonio le hizo un gesto al cochero para que subiera a la carreta y ambos fueron a buscar un eje, mientras Tío Alborada se quedaba con el señor Narváez. Tardaron alrededor de una hora y media en regresar, instalaron el eje, y el cochero y el amo pudieron continuar su camino. En cuanto al pago que aquel había ofrecido, quedó arreglado con Tío Alborada durante la espera. Mientras los caballos corrían, tirando la carreta, el anciano, le contó al muchacho que el hombre de la barba negra lo había invitado a su casa a jugar una partida de dados. Muy sorprendido quedó Pedro Antonio al oír a su viejo amigo, no comprendía como se las había compuesto para entenderse con un hombre como aquel. Una semana después, volvieron al pueblo, donde se compraron trajes nuevos y al día siguiente visitaron a don Federico Narváez, en su casa, para que Tío Alborada jugara la partida de dados que había acordado durante el incidente del eje roto. 9. Alrededor de una mesa redonda, cubierta con un paño verde, estaban sentados el hombre de la barba negra, Tío Alborada, y el alguacil que recién había llegado presentándose como un visitante imparcial. A cierta distancia, acomodado en un sillón forrado en una gastada tela roja, estaba Pedro Antonio. Toda la atención se mantenía en la mesa de juego. A una seña del dueño de casa, -que tenía los ojos enrojecidos y un aliento que olía a alcohol- apareció el sirviente, llevando dos cubiletes de cuero con los dados. -Mis dos caballos blancos contra sus pencos -dijo el señor Narváez, sonriendo con su mueca singular. Tío Alborada reflexionó un instante, miró al muchacho, luego contestó: -Está bien. El sirviente le pasó cinco dados al viejo y colocó los otros cinco en el cubilete de su señor. -¿Quién parte? -preguntó el alguacil. -Parta no más señor -dijo Tío Alborada, mirando a su oponente. El dueño de casa agitó los dados y los echó a rodar sobre el paño verde. Los dados bailaron durante algunos segundos, golpeando sus cantos, hasta detenerse mostrando tres 6, un 2 y un 4. Sumaban veinticuatro y el señor Narváez sonrió satisfecho. El alguacil contempló a Tío Alborada. Pedro Antonio observaba con gran atención. El viejo colocó los dados en el cubilete y los dejó caer suavemente, los dados rodaron, giraron con lentitud y se quedaron inmóviles en el centro del paño. El rostro del dueño de casa manifestó sorpresa y el alguacil soltó una exclamación, habían salido tres 6 y dos cincos. -Usted gana -dijo el señor Narváez, -mi carruaje contra su carreta ¿se anima? El anciano miró al muchacho, después replicó: -Está bien, pero este es el último juego. El hombre de la barba negra agitó el cubilete y lanzó los dados con fuerza calculada. Todas las miradas se concentraron en la vertiginosa danza de los dados que fue disminuyendo poco a poco, hasta quedar completamente inmóviles. Los dados mostraban tres 6, un 2 y un 3. -¡Veintitrés! -exclamó el alguacil. Tío Alborada agitó su cubilete y lanzó los dados con la misma suavidad anterior, salieron tres 6, un 4 y un 2. -¡Veinticuatro! -¡Maldita suerte! -exclamó el señor Narváez. -Se ha quedado usted sin caballos y sin carruaje -dijo el alguacil, -pero ya tendrá otra oportunidad. -Así es -repuso el dueño de casa, y mirando al viejo, agregó: -lo espero el próximo sábado. Comenzaba a anochecer cuando abandonaron la casa del señor Narváez, en la puerta los despidieron el dueño de casa y el sirviente, en una ventana del segundo piso asomó la joven. Tío Alborada iba en el carruaje de los caballos blancos, el muchacho conducía la carreta con sus modestos trotones. Pedro Antonio estaba nervioso, había visto a la joven, tenían un coche nuevo, pero desde niño había escuchado al viejo decir que los dados y las cartas no eran buenos compañeros. Sin embargo, Tío Alborada se encargó de tranquilizarlo, diciendo que después del sábado no habrían más apuestas. 10. El viernes tuvieron una sorpresa, los visitó el alguacil, era la primera ocasión en que recibían a una persona importante, y se esmeraron en atenderlo lo mejor posible. Mientras comían un pollo que había preparado el viejo, el alguacil les dijo: -Me asombra usted Tío Alborada, que bien ha aconsejado a este mozo en el trabajo del rancho, que habilidad la suya con los dados, y ahora este pollo. -Exagera señor magistrado... Pero, entiendo que no ha venido usted para alabar mi papel de cocinero. El alguacil lo miró un instante, luego sonrió y dijo: -Es verdad, el asunto que me ocupa es otro... Seguramente usted se ha dado cuenta de que la sobrina del señor Narváez ha conquistado el corazón de este muchacho... Bueno, yo creo que ella también le corresponde... Al oír estas palabras, Pedro Antonio inclinó la cabeza y poniéndose en pie fue a la cocina con el pretexto de buscar agua, el anciano y el otro se sonrieron con un gesto de complicidad. -Bueno, -siguió diciendo el alguacil -el señor Narváez no posee las tierras y otras propiedades que se le atribuyen, en verdad, pertenecen a María, su protegida, por desgracia, antes de morir su padre lo nombró a él como tutor de la muchacha. El hombre ha hecho malos negocios, tiene el vicio del juego, también bebe mucho, ha perdido buena parte de la fortuna que debía cuidar y me temo que llegará el momento en que lleve a su protegida a la ruina... Yo sé que usted no es un hombre común, por eso he venido a pedirle su ayuda... -¿Mi ayuda? -Sí, su habilidad con los dados es extraordinaria... Ese hombre juega con los dados cargados y usted igual le ganó. Tío Alborada volvió a llenar los rústicos vasos con vino y ofreció más pollo al visitante. Después de agradecer, el alguacil, siguió hablando: -Mañana sábado, ustedes van a jugar otra partida de dados, le propongo que le apueste este rancho y todo lo que poseen, contra su casa y dos campos que están cerca del pueblo de N, son las mejores tierras y si usted las gana, se salvará la parte más valiosa del patrimonio de María. Tío Alborada meditó un momento, luego, dijo: -En primer lugar, este rancho no es mío, además, si yo le gano ¿en qué se favorece María? -Usted sabe la respuesta de esa pregunta. El anciano giró en su silla y llamó al muchacho, diciendo: -Ya oíste lo que dijo el señor magistrado... ¿Me autorizas a jugar tu rancho a los dados? Pedro Antonio volvió a enrojecer, pero, armándose de valor, contestó: -Sí…… claro que sí. Cuando el alguacil se levantó para marcharse, el anciano lo acompañó hasta el carruaje al que permanecían atados dos caballos negros y antes de despedirse, dijo: -Tengo dos preguntas y espero que me responda con sinceridad ¿qué pasará con el muchacho si pierdo la partida? ¿Por qué se interesa tanto en ayudar a la joven? Mientras se acomodaba en el pescante de su coche, y sosteniendo las riendas en la mano, el alguacil, contestó: -Algo me dice que usted no perderá, en cuanto al muchacho, yo lo ayudaré ante cualquier situación difícil……… El padre de María fue mi mejor amigo. 11. Al día siguiente, a eso de las cinco de la tarde, el carruaje tirado por los caballos blancos, se detuvo delante de la casa del hombre de la barba negra y Tío Alborada caminó, con el muchacho, hacia el jardín. El sirviente les abrió la puerta y los llevó al salón donde habían estado la velada anterior. La mesa con los cubiletes de cuero y los dados estaba lista para la partida, pero en las sillas situadas a su alrededor, no había nadie. Esperaron sentados en un sillón, hasta que se oyeron unos pasos y apareció el señor Narváez seguido del alguacil, el sirviente se limitó a revisar los dados, para retirarse enseguida. Después de los saludos se acomodaron en la mesa, Pedro Antonio se quedó solo en el mismo sillón de la vez anterior. -¿Qué apostamos? –dijo el dueño de casa mirando al viejo. -Proponga usted, señor. -Humm, tengo unos caballos muy buenos ¿qué le parece seis caballos contra su carruaje? -El carruaje sí, pero los dos caballos no. Me fatiga caminar. El señor Narváez soltó una risotada estridente y dijo: -Está bien. -¿Quién parte? –preguntó el alguacil. -La vez anterior partí yo, ahora que comience él. Tío Alborada agitó los dados y los echó a correr sobre el paño verde. Cuando se detuvieron, el dueño de casa dejó escapar una expresión de triunfo, dos 6, un 1 y dos 3 era todo lo que avía logrado el viejo. -¡Diecinueve! -dijo el alguacil. El hombre de la barba negra sacudió el cubilete y lanzó los dados con entusiasmo, cuatro 6 y un 3 brillaron sobre el paño verde. -¡Veintisiete! -Todavía no se queda de a pie -dijo el dueño de casa sonriendo con esa mueca particular -¿qué le parece mis seis caballos contra sus dos blancos? -Está bien. Después de mirar a su adversario y pasarse los dedos por la barba, el viejo sacudió el cubilete, lanzó los dados, y éstos rodaron girando hasta detenerse en el centro de la mesa, habían salido dos 6 y tres 5. -¡Veintisiete! El otro agitó el cubilete y dejó caer los dados con fuerza, tres 6, un 1 y un 4 quedaron a la vista. -¡Veintitrés! -Tiene ocho caballos –dijo el señor Narváez -se los juego todos contra el carruaje y dos caballos. Tío Alborada aceptó la nueva apuesta y así estuvieron largo tiempo, ganando a veces uno, a veces el otro. Hasta que la pasión dominó al hombre de la barba negra que empezó a aumentar las apuestas de manera considerable. Entonces, viendo que había llegado la ocasión, el viejo hizo una breve pausa, y propuso: -Le juego el rancho de Pedro Antonio y todo lo que he ganado hasta ahora, contra esta casa. Los ojos del otro brillaron con intensidad, estaba pálido, finas gotas de sudor le corrían por la frente y tenía los dientes apretados. -¡Un momento! -exclamó el alguacil, -una apuesta tan grande debe constar por escrito. Después que estamparon la firma en el documento, el juego siguió. -Tire sus dados -dijo el dueño de casa, con brusquedad. Tío Alborada sacudió el cubilete y lanzó los dados con gran suavidad, los dados corrieron, giraron golpeando sus vértices, y se detuvieron mostrando cuatro 6 y un 5. -¡Veintinueve! Un silencio pesado llenaba el ambiente, Pedro Antonio estaba de pie, con la mirada detenida en la mesa. El señor Narváez había palidecido intensamente, en sus ojos oscuros se reflejaba una extrema ansiedad. Después de secarse el sudor de la frente, con un pañuelo, agitó el cubilete con los dados y los arrojó sobre el paño verde; el primer dado que se detuvo, mostró un 6, el segundo otro 6, el tercero dio un par de vueltas más y se inmovilizó en el 6 y los otros dos bailaron unos segundos para detenerse en el 5. -¡Veintiocho! El señor Narváez, que continuaba sentado, se tomó la cabeza con ambas manos y murmuró algunas palabras que sólo él pudo comprender, luego, dijo: -Deme otra oportunidad. -¿Qué propone usted? -Tengo dos campos excelentes, son las mejores tierras de toda la zona. -Como usted quiera, señor. El alguacil intervino otra vez, para que las partes firmaran un nuevo documento y lo guardó con el anterior, en un bolsillo de su chaqueta. El hombre de la barba negra, que continuaba secándose el sudor de la frente, con el pañuelo, le hizo un gesto al anciano para que siguiera la partida. Tío Alborada sacudió el cubilete, lo inclinó sobre el paño verde y dejó correr los dados que bailaron golpeando sus cantos, hasta detenerse uno detrás del otro, mostrando cinco 6. Cuando el señor Narváez cogió el cubilete, en sus manos había un ligero temblor, se demoró en lanzar los dados, su rostro parecía de cera y sólo la voz del alguacil lo sacó del ensimismamiento en que se hallaba. -¡Veintitrés! Fue entonces cuando los ojos del hombre de la barba negra se fijaron en los dados inmóviles en la superficie verde, tres 6, un 3 y un 2 brillaban bajo la tenue luz de la lámpara. -Lo siento -dijo el alguacil, levantándose de la silla, -pero todavía le queda un campo, si se dedica al trabajo y abandona el juego, podrá vivir con cierta comodidad. -¿Y qué será de María? -No se preocupe usted por ella -repuso el otro, -ya tiene quien la cuide, este muchacho y ella se aman, el matrimonio le dará seguridad y alegría. -¡Eso no lo permitiré nunca! -dijo el hombre de la barba negra poniéndose en pie de un salto, -yo soy su tutor y está bajo mi protección. -Se equivoca usted -repuso el alguacil -ayer cumplió los dieciocho años y con eso termina su tutela. El matrimonio le dará la estabilidad que usted no puede proporcionar. El señor Narváez, que se había sentado nuevamente, se quedó mudo, mirando una vez, a Tío Alborada, otra a Pedro Antonio, su rostro estaba blanco, sus ojos con las pupilas dilatadas. El alguacil llamó al sirviente y le ordenó que trajera agua para darle al hombre que parecía a punto de perder el sentido. Cuando pudo recuperarse, el señor Narváez, se levantó de la silla, apoyando ambas manos en la cubierta de la mesa, y con la voz aún temblorosa, anunció que a la mañana siguiente abandonaría la casa y el pueblo, enseguida avanzó hacia una puerta y desapareció tras ella. No habían pasado más de diez minutos cuando resonó un disparo. El alguacil y el viejo corrieron hacia la puerta, al abrirla hallaron al hombre de la barba negra tendido en el suelo, la sangre fluía de su boca abierta. El alguacil se arrodilló a su lado, apoyando la oreja en su pecho. -Está muerto -dijo levantándose con lentitud, en sus ojos brillaba una intensa emoción. Luego llamó al sirviente y le dio instrucciones para que trajera un médico, y despidió a los visitantes prometiendo verlos pronto. 12. Más tarde, Tío Alborada, Pedro Antonio, María y el alguacil, se reunieron en la casa de este último. Mientras los jóvenes se hallaban en el salón, el dueño de casa le pidió a Tío Alborada que lo acompañara a su despacho. Allí, sentados alrededor de una mesa llena de papeles y algunos libros, los dos hombres hablaron de todo lo que había ocurrido desde la ejecución del hermano mayor de Pedro Antonio. -Como le dije -agregó el alguacil, -yo era el mejor amigo del padre de María, pero unas cuantas diferencias de opinión terminaron distanciándonos...... Pero, hay algo que deseo contarle, porque usted se debe preguntar como es posible que siendo yo el alguacil mayor, aceptara que el señor Narváez hiciera trampa, bueno, la verdad es que no era fácil para mí, pero, estaba obligado, él era mi hermanastro, le prometí a mi padre, en su lecho de muerte, ocuparme de Federico, intenté quitarle el vicio y siempre fracasé... Luego apareció usted…… Y el asunto me sigue dando vueltas ¿cómo pudo ganarle a un hombre que utilizaba dados que están cargados? -Yo también soy un tramposo, esta cicatriz en mi cara me lo recuerda siempre, -contestó el viejo, sonriendo con tristeza, -claro que estaba retirado, pero el oficio no se olvida nunca... Tenía que ayudar al muchacho... Observando las jugadas de su hermanastro me di cuenta de que usaba tres dados cargados, dejaba dos libres para que no fuera tan notorio... También percibí que la ansiedad y el alcohol iban en su contra. Yo también empleo algunos trucos, el resto lo dejo a la rapidez de mis dedos y a la suerte... Poniéndose en pie el alguacil fue a un mueble con libros y dos puertecillas que abrió girando una llave y sacó una botella y dos copas que colocó en la mesa. -Lo comprendo todo, -dijo con acento reflexivo, -ahora roguemos para que Dios se apiade del alma de Federico y bebamos por la felicidad de los jóvenes. FIN.

Compartir en redes sociales

Esta página ha sido visitada 185 veces.